jueves, 22 de enero de 2009

Lágrimas de Oro



Valeria rozaba los once años de edad cuando la selección peruana de voley jugaba la clasificación a las Olimpiadas Sydney 2000. Nunca antes había visto aquel despliegue de algarabía familiar que la contagiaba de forma enigmática.

Fue su madre, que cual oráculo de sabiduría, le explicó el por qué de ese sentimiento desmedido, envuelto en una historia casi mitológica, donde la realidad se confundía con la fantasía, y todo devenía en una expresión de orgullo y frustración, a la que, hoy en día, los peruanos nos hemos acostumbrado demasiado.

Desde entonces, esta historia tenía los condimentos necesarios para cocinar una leyenda: es la historia de mujeres que no temieron al éxito, que demostraron a todo un pueblo que nada es imposible, y que estuvieron a tres escasos puntos de entrar al Olimpo y conseguir la gloria absoluta. Pero se quedaron en la puerta: la red se hizo muy alta, las ilusiones de un país se hicieron agua y cayeron como lágrimas.

Valeria escuchó el apasionado relato y pensó que su madre lo había imaginado todo. Al mismo tiempo, no encontraba razón para el invento de tamaño cuento. Esa noche no pudo dormir. Echada en su cama y dando mil vueltas, escuchaba los mates contra la pelota, los golpes de las palmas de unas manos que, según su madre, alimentaron con esperanza a millones de peruanos.

La historia la envolvió y Valeria decidió meterse en la cancha. Tíos, abuelos y vecinos con memoria de elefante fueron sus fuentes fidedignas. Todos recordaban sus costumbres vampirescas durante la cita olímpica: “Estábamos despiertos durante la madrugada y en el día hacíamos el intento de mantenernos en pie. Cada bostezo valió la pena”, le contaban.

Mate, saque, remontada. Perú llegó a la final. Para conseguir la gloria nuestro equipo debía vencer a las guerreras rusas que custodiaban el Olimpo. Previas rutinas cabalísticas, nuestra selección entró a la cancha, y desde el otro lado del mundo, los peruanos alentaban a las chicas.

“Durante los dos primeros ‘sets’ la rompimos y al final, como siempre, nos volteraron el partido”. Así reducen el mérito del equipo las nuevas generaciones. Mientras la madre de Valeria rescata que “la superioridad de las chicas de Park era evidente. Dábamos el partido como ganado. Pero no contamos con las bofetadas del entrenador ruso y los insultos, que sin necesidad de saber el idioma, eran muy claros”. La remontada rusa ya es historia. En el lejano Seúl, los peruanos vieron cerrarse las puertas del ‘seven heaven’ olímpico. Ese día, el país lloró al unísono.

De vez en cuando, Valeria recuerda el suceso deportivo y concluye que si bien perdimos el oro, ganamos heroínas de carne y hueso. En 1988, el país estaba sumido en la quiebra económica, el desempleo, la escasez alimenticia y el denigrante terrorismo. Sin embargo, durante las madrugadas de voley nada importaba. Esa selección nos dio esperanza y orgullo nacional. Cuando el equipo regresó a Lima, las chicas fueron recibidas con los corazones y los brazos abiertos: miles de personas abarrotaron el Jorge Chávez, y en las calle les agradecían, hasta la afonía, ese pedacito de gloria que nos regalaron.